Medellín, una ciudad moderna y extraordinaria

Por: Rafael A. Escotto
Escribo estas impresiones desde la ciudad de Medellín, capital del departamento de Antioquia, en Colombia. Esta ciudad es conocida por la excepcional receptividad y el trato afectuoso de sus habitantes. Además, Medellín tiene la particularidad de que su belleza impresiona desde que el visitante abre su puerta cuando llega por vía aérea al aeropuerto internacional José María Córdova, situado en Rionegro, puerta que nunca se cierra al turista porque el objetivo del ciudadano nativo de esta hospitalaria ciudad está en su natural sencillez y en el trato afable.
Al forastero se le hace difícil evitar no caer en los brazos de esta ciudad subyugado por la magia de su eterna primavera, como aquel verso que escribiera la poeta estadounidense más soberbia, Emily Dickinson, la que pudo sentir una luz sin presencia el resto del año, en cualquiera otra estación, cuando marzo casi había llegado.
La primavera en Medellín, la que el majestuoso baldo británico John Keats, el que abandonó la cirugía por la literatura, no pudo ver, ni el sol con su gran ojo ni él con el suyo; puedo decir que al llegar junto con mi esposa y abogada Ruth Esther De León Liz y sus dos sobrinos, Arisleydy y Delvis, quienes nos acompañaron a esta hermosa ciudad ultramontana en septiembre exclamamos al unísono, como el poeta «¡oh, primavera! Es la de un rey mi vida».
Camino al Morgana, donde pernotamos durante cinco días, un hotel favorecido por longevos cipreses color verdemar, parecidos a los cipreses enhiestos, surtidores de sombras y sueños, que acongojan el cielo con su lanza, de aquel poeta madrileño llamado Gerardo Diego, perteneciente a la generación del 27, y de árboles de piñón de orejas, observo con gran acento desde aquellos ventanales las ordenadas hileras de edificaciones color bermellón que rivalizan con la colosal cordillera Central que desde la distancia se torna azul, similar al color azul de la canción profana de Rubén Darío, en cuya noche un ruiseñor había que era alondra de luz por la mañana.
La tonalidad fascinante del color bermellón de los edificios y el azul de la cordillera denota florecimiento, es energía económica potencializada a la que el conde don Pedro Portocarrero y Luna llamó Medellín de Extremadura, parodiando un poblado de la región del sur de España. Este Medellín colombiano tiene una fuerza que la conecta con la poetisa antioqueña Ana María Martínez Sagi, que se prolonga en ella, penetrando furtiva su silencio en sus edificios erguidos contemplados desde la falda que provoca el placer de descubrir el erotismo que está oculto debajo de su pollera que el dios Eros hubiera deseado desnudar.
El visitante que llega a esta gran ciudad se encuentra casi en toda su geografía con la exótica planta tropical llamada ave del paraíso, con sus hojas de colores brillantes, que van del rojo al naranja y amarillo; esta flor es apreciada tanto por su belleza ornamental como por su capacidad para atraer a colibríes, que son sus principales polinizadores. De esta flor el poeta español Salvador Rueda escribió este verso: «Ved el ave inmortal, es su figura; la antigüedad un silfo la creía/y la vio su extasiada fantasía/cual hada, genio, flor o llama pura».
Mi impresión al ver a Medellín tan gallarda y bella la imaginé por un instante que algún genio fantástico la había creado, pero nos dimos cuenta de que son las caricias de su gente, más que otros atractivos físicos, que la acicalan y que hacen esta ciudad atractiva a la vista del visitante, incluyendo su organización y su sincronismo vial que permite un desplazamiento ágil y seguro por su escarpada geografía.
No vamos a decir aquí que todo el que es de esta ciudad y vive en ella recibe la misma cuota de oportunidad de ese bienestar y del desarrollo que ella refleja y que se siente en el diario palpitar de esta urbe; eso no es posible en ninguna metrópoli del mundo. Siempre habrá una porción de los habitantes que no alcanza a montarse en el denominado tren del desarrollo económico y queda atrapado en esos espacios cenagosos que succionan y que hace que desaparezcan de nuestra vista, como por arte de magia, miles de seres humanos.
Esos seres humanos vienen siendo los zombis, muertos vivos o los fantasmas que parecen volver de las tumbas y que solemos ver pulular en nuestras ciudades abandonados, durmiendo en las aceras, menospreciados y débiles, a menudo con esos deseos en sus rostros de vengarse del sistema social y político que los llevó a vagar sin un punto fijo dentro del llamado mundo de Dios, de gente parecida a aquellos seres que habitaron en la ciudad de Corinto, en la antigua Grecia, para avergonzar a la fuerza de los habitantes de las comunas ricas de Medellín.
Me da con traer a este artículo una especie de lamento de esa gente fantasma que se multiplican en Medellín, en Nueva York, en Londres o en París, pero que en la voz de un poeta como Gonzalo Arango adquieren significación de protesta y de aceptación, veamos: «De tu corazón de máquina me arrojabas al exilio en la alta noche de tus chimeneas donde solo se oía tu pulmón de acero, tu tisis industrial y el susurro de un santo rosario detrás de tus paredes. Bajo estos cielos divinos me obligaste a vivir en el infierno de la desilusión. Pero no podía abandonarte a los mercaderes que ofician en templos de vidrio a dioses sin espíritu».
A pesar de aquella realidad social, en Medellín existe una clase media que impele, cuya fuerza obliga al Estado a través del sistema político a proveer espacios de desahogo social y económico para incorporar a más personas de ese subsector a escalar posiciones hacia los sectores productivos nacionales donde puedan lograr una mejor calidad de vida y de desarrollo socioeconómico importante.
Del mismo modo, personas de los sustratos sociales de la sociedad perteneciente a la baja clase media también se afanan y tiran de la cuerda hacia arriba tratando de posicionarse mejor en los planos medios e intermedios de la pirámide social. Esta clase de lucha por posicionamiento social y económico siempre ha estado presente en nuestras sociedades, pero en unas más que en otras se hace más perceptible este fenómeno. Por ejemplo, en Bogotá pudimos apreciar, en una visita que hicimos hace algún tiempo a esta gran ciudad colombiana, a una sociedad con un temperamento social conformista que no encontramos en Medellín; sí notamos que la disposición de cualquier grupo social en Bogotá está jerarquizada en base a desigualdades en cuanto a poder, propiedad, evaluación y gratificación social.
En otra palabra, el desarrollo socioeconómico en la capital del país —Bogotá— tiende a ser más tardío por causa de una acumulación exagerada de la riqueza en mano de las élites, lo que provoca un equilibrio ineficiente, condición que explica el economista y sociólogo sueco Gunnar Mydal. Toda la transformación social que explican los guías turísticos sobre la Comuna 13 es algo complicado de procesar por un cerebro indiferente a esa realidad socio-antropológica.
Este trabajo no está orientado, de ninguna manera, ni es nuestra intención, a hacer un estudio socioeconómico favorable a Medellín ni tampoco es nuestro propósito de hacer una crítica sociológica mordaz contra Bogotá, pero no debemos terminar estas impresiones sobre nuestra visita reciente a Medellín sin un final a la manera que lo hizo el poeta Gregorio Gutiérrez González:
«Allí está Medellín, la hermosa villa/Muellemente tendida en la llanura/cual una amante, tímida hermosura/reclinada en el tálamo nupcial/allí está Medellín: su sol ardiente/La hace ostentar su gala y sus primores/y la da los fantásticos colores/del magnífico Edén del oriental.
Ciñe su talle esbelto su ancho río/cual cinturón de perlas y de plata/y en su onda limpia la beldad retrata/y allí su imagen sonreída ve/murmura el río enamoradas voces/para adormir a su coqueta reina/y ella en sus aguas sus cabellos peina/y moja en ellas el desnudo pie/.