El martes pasado volviste a morir, ahora por segunda vez. Nos dejaste -avisados con mucha antelación de que sucedería lo que nunca quisimos aceptar-, mientras hacíamos inercia a esa ineludible realidad al amparo de tu sobrada vocación para la vida, de tu fórmula genial para espantar la muerte, combinación de esa eterna sonrisa homicida del dolor o disfraz de la desgracia y ese pronombre universal (tesoro) con el que nos llamaste a propios y a extraños. Porque muy temprano descubriste que así se debe llamar a todo ser humano que, en tanto tal, está ahí, potencialmente dispuesto para enjugar el desahogo de nuestros dolores y endulzar la amargura de nuestros temores.
Fuiste, así, el rinoceronte de la gruesa piel y la escasa porosidad que nos impidieron advertir las humedades de la negación, los hielos de tu irreversible invierno. Amaste y fuiste amado mucho más de lo que acaso lo advertiste, ya porque nunca diste a la espera de recibir, ya porque, aún si precisaste de ello, nadie lo habría sospechado. Así fuiste de autosuficiente en la gestión de tus precariedades, si alguna, y de tus emociones. Hubiera querido estar en tu sepelio para honrar tu partida diciendo con palabras lo que ahora escribo, razones de fuerza mayor lo impidieron. Debí venir antes de lo previsto a Santo Domingo, trayéndome conmigo, por todo inventario, la desconsoladora atmósfera de tu velatorio y el eco desgarrador del impotente plañido de tu nieta Dulce María, capaz de remitirme a mi futura finitud y al dolor de los que entonces serán mis deudos. Por tu amistad y amor para con nuestra familia, por esa cercanía tuya de la que nos hiciste acreedores, tanto en las buenas como en las malas, y por tu dulce magisterio de una vida sin malicias, descansa en paz, mi querido rinoceronte.