Opinión

Trump, otra vez desafiante e irreverente en Arlington

Por: Rafael A. Escotto

Ya ninguna ocurrencia debe sorprenderles a los estadounidenses, ni la violación del Capitolio en Washington, uno de los símbolos más sagrados de la democracia y ahora la ofensa al Cementerio Nacional de Arlington, en cuya necrópolis reposan los venerados restos mortales de los soldados que dieron sus vidas en combates por la libertad y la democracia. Están sepultados allí para que descansen imperturbables por haberle servido con valentía y nobleza inigualable a los Estados Unidos.

Arlington es un cementerio militar levantado en 1864 en Virginia, Estados Unidos, para acoger en sus fosas venerables las osamentas de los caídos en la Guerra Civil Americana. El terreno, según nuestras investigaciones, perteneció a la esposa del George Washington, la señora Parke Custis.

Sorprendentemente para los estadounidenses y para el mundo democrático y respetuoso de los soldados caídos en guerras, ciento sesenta años después de su consagración como cementerio nacional, los periódicos más prestigiosos del mundo traen destacada en sus páginas lo que sería la noticia más escandalosa, un escarnio que llega hasta el sacrilegio, para no llamar la acción una burla inaceptable que hiere hasta el enojo la sensibilidad de un pueblo, como el norteamericano, que reverencia a sus héroes muertos.

Las campañas políticas no deben ser empleadas por ningún candidato para la demagogia y, aún peor, para ofender la grandeza y el arrojo de nuestros militares, quienes ofrendaron sus valiosas vidas creyendo con firmeza que nuestra bandera debe estar siempre flameando orgullosa en el tope de su asta. El Cementerio Nacional de Arlington debe ser preservado, apreciado y respetado como un lugar sagrado al que debemos mirar como un sitio de recordación a los héroes que hicieron el máximo de los sacrificios por nuestra patria.

Utilizar el cementerio de Arlington para tratar de proyectar la imagen de que somos los únicos patriotas es una equivocación que pesará siempre en el alma innoble de los perpetradores. Este sentimiento me lleva a una frase del poeta y dramaturgo inglés Ben Jonson: «Patriotismo es el último recurso del bribón».

Ni los familiares de los verdaderos patriotas deben prestarse a horadar el suelo en que se hallan sepultados sus hijos, hermanos y padres, quienes sacrificaron sus vidas y su honor en aras de la grandeza de la nación norteamericana y menos aún aceptar risueños que frente a las tumbas de sus familiares caídos se hagan gestos de aprobación política, como sería la seña con el pulgar hacia arriba.

El pueblo debe rechazar con vigor patriótico cualquier clase de abuso que lesione los lugares sagrados de la patria norteamericana, como es el Cementerio Nacional de Arlington y, sobre todo, la dignidad de los honorables soldados estadounidenses de nuestras guerras civiles y de los conflictos armados entre naciones y estados en los que hayan participado las tropas norteamericanas en tareas de pacificación y cuyos restos mortales se encuentren reposando en la plenitud del descanso eterno.

Frente a la burla debe caer como una plomada el peso del repudio aleccionador. Si nuestros políticos aprendieran a pensar de forma fría y serena podría ayudarles a llevar una vida mucho más correcta. No debemos actuar nunca en caliente. Por lo que dijo el ministro protestante estadounidense que «odiar a las personas es como quemar tu propia casa para matar una rata».

Quebrantar la merecida paz de nuestros héroes muertos es la peor ofrenda que se le podría hacer. Y todavía más doloroso sería molestar su sueño eterno, como lo describe la Biblia, que es cuando un cuerpo muerto da la apariencia de estar dormido mientras su alma está en el paraíso.

Los discursos políticos de campañas en los cementerios históricos, como el de Arlington, Virginia, un lugar como ese que nos ayuda al entendimiento de la historia, no deben permitirse, puesto a que estos en bocas de políticos sediciosos podrían desorientar al ciudadano respetuoso. Solo aquellos discursos de reflexión cuyas palabras inspiradas conducen a los pueblos a la solidaridad y al reconocimiento sincero deben brillar frente al mausoleo bienaventurado.

Como un ejemplo de ese discurso y de esa oratoria bendecida que debe concedérsele espacio en cementerios históricos y culturales como es el de Arlington, viene a mi memoria aquella disertación pronunciada por Tucídides en el entierro de los caídos en la guerra del Peloponeso. He aquí un fragmento de esa pieza fecunda del historiador y militar ateniense:

«Muchos de aquellos que antes de ahora han hecho oraciones en este mismo lugar y asiento alabaron en gran manera esta costumbre antigua de elogiar delante del pueblo a aquellos que murieron en la guerra, más a mi parecer las solemnes exequias que públicamente hacemos hoy son la mejor alabanza de aquellos que por sus hechos las han merecido».

Sin embargo, para desconsuelo de los militares americanos caídos cuyos restos mortales descansan en aquellas tumbas egregias y para los familiares que no acompañaron a Trump en el Cementerio Nacional de Arlington a ver a un expresidente de los Estados Unidos en campaña a la Casa Blanca hacer gestos inaceptables que pueden sonrojar la más ínfima decencia, prefirieron leer este fragmento del discurso de Tucídides o las palabras llenas de desconsuelo del presidente Joe Biden ante la tumba del soldado desconocido, el Día de los Caídos en Guerras.

Termino este otro artículo con una fracción de las palabras de Biden en el Cementerio Nacional de Arlington en el Estado de Virginia: «El dolor de su pérdida está conmigo todos los días, al igual que con ustedes. (…) sigue siendo agudo. Todavía claro. Pero también lo es el orgullo por el servicio». Y agregó: «Las tropas sirven bajo juramento, no a un partido político ni a un presidente, sino a la Constitución de Estados Unidos».

 

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